Al comenzar el mes de julio, celebramos el Día de la Independencia de nuestra nación; un momento para hacer una pausa en nuestras labores diarias y considerar el significado de nuestro lugar en la comunidad estadounidense.
Lo hacemos, en primer lugar, con gratitud por la libertad que nos permite practicar nuestra fe católica, algo que no es posible para algunas personas en el mundo. Esta experiencia católica americana vivida toma lugar en nuestras parroquias, escuelas católicas, lugares de trabajo, hogares y vecindarios. Al vivir nuestra fe cada día en todos los aspectos de la vida, manifestamos el amor de Cristo por el mundo amando a nuestro hermano y hermana; nos convertimos en la epifanía de Cristo en el mundo.
Nuestro llamado a ser ciudadanos fieles y discipulados cristianos conlleva desafíos y recompensas. Llevar a Cristo al lugar de trabajo, escuela y vecindario hace que nuestras vidas sean santas al dejar de juzgar y vernos el uno a otro como parte del Cuerpo Místico de Cristo. Cuando una parte del cuerpo sufre, todo el cuerpo sufre, y cuando una parte del cuerpo vive plenamente, todo el cuerpo se anima. Al vivir nuestras responsabilidades como individuos de una sociedad civil, somos fortalecidos por nuestras promesas bautismales como cristianos.
Que este 4 de julio, ciudadanos e inmigrantes juntos, cultive en nosotros una profunda gratitud por nuestro país, comunidades, familias, amigos y el don de nuestra fe católica enraizada en la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía. Les deseo a cada uno de ustedes un bendecido y seguro Día de la Independencia y que la patrona de nuestra nación, Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, interceda por nosotros pidiendo las bendiciones de Dios sobre América.